Sentía que no controlaba su cuerpo.
Podía pasarse días sin comer, ni beber una sola gota de agua.
Otros, en cambio, devoraba todo a su alrededor. A veces notaba cómo
el espacio entre sus piernas le pedía acción en el autobús. Aun
sin tener a nadie que le hiciera palpitar lo más mínimo. Hablaba
con todos, pero no decía nada. Escuchaba y asentía. Reía cuando
estaba estipulado y cuando no, también. La poliglotía se le estaba
haciendo dura. Aunque no más que encauzar un monólogo consigo
misma. En su cabeza se entrecruzaban conversaciones en distintos
idiomas: las que habían tenido lugar, las que sabía que llegarían
y aquéllas que sólo eran fruto de su imaginación. Saltaba de un
vocablo a otro hasta que éstos dejaban de tener sentido. Frena. Mira
a su alrededor y cruza una sonrisa con alguien. Pero al segundo se
apaga. Como cada día cuando cae el sol a las cinco de la tarde.
Entonces piensa en absurdeces como que va a tener deficiencias por
falta de vitamina D o en que esta mañana se llamó a sí misma
estúpida delante de su profesor. Se irá a la cama prometiéndose
cambiar, como tantas otras noches, sabiendo que mañana volverá a
dejarse guiar por lo que le pida el cuerpo, o por lo que le permita
hacer. Suspira. Y se limita ahogar su propia decepción en el humo
ante la falta de recursos.
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