La lluvia es distinta según dónde caiga. El proceso astrofísico es el mismo, quiero decir, el detonante que provoca que un gota de agua humedezca tu piel sin previo aviso - o con claros indicios - es exactamente el mismo.
La primera vez que me di cuenta de que la lluvia era distinta, fue cuando tenía ocho años y me dediqué a jugar durante todo un verano a contar a tormentas. Desde el cuarto piso en la casa del pueblo contaba cuántos segundos pasaban entre cada relámpago y cada trueno. Así me dijo mi prima que sabría si el centro de la tormenta estaba cerca o lejos. Sigo sin saber si aquello tiene algún fundamento, pero yo me lo creí. Según iba cerciorando la distancia que me separaba de la tormenta, me recreaba mirando hacia abajo. Tenía la impresión de que las gotas caían buscando un punto fijo en el suelo, como si al haberse separado al salir de la nube madre, quisieran reunirse sobre el asfalto. Aquella visión me provocaba una sensación muy rara, que en mi interior yo comparé a lo que se debía sentir estando drogado.
Pocos veranos más tarde volví a reencontrarme con una tormenta. Esta vez dentro del Mediterráneo, mientras jugaba a saltar olas. Aquella vez me enfadé con la lluvia. En apenas unos segundos convirtió mi diversión en miedo. Sin apenas darme cuenta una ola de unos dos metros me zambulló y arrastró mar adentro. Quedé llena de heridas y el vuelco que dio mi estómago se tradujo en unas ganas irrefrenables de vomitar. Fue aquella tarde cuando decidí no enamorarme nunca. Sentir mariposas en el estómago era lo peor que te podía pasar.
En África me reconcilié con la lluvia. La telenovela de turno estaba a todo volumen mientras María y yo cenábamos alubias con ugali en aquel antro del infierno. Entre bofetada y bofetada se hizo el silencio en la sala y oímos llover. Cruzamos nuestras miradas, sonreímos y salimos corriendo las dos sin decirnos nada. Comenzamos a bailar bajo la tormenta, como si no hubiéramos visto llover antes. Una niña salió en nuestra busca. Pensó que estábamos locas, le parecía muy grave que nos estuviéramos mojando. Y a nosotras maravilloso. Entramos de nuevo con olor a humedad y repartimos nuestra comida entre los niños.
Mi cuarto contacto con la lluvia ha durado varios meses y me ha hecho volver a odiarla. Días y días de continua lluvia he visto pasar desde la ventana de mi pequeña habitación en Mainz. Tantas horas perdidas, arropada tan sólo por el calor que desprendía mi taza de té. Si la lluvia tuvo alguna vez un tinte romántico, para mí este año se ha tornado en metáfora del aburrimiento.
No obstante, sigo odiando los paraguas. Sigo pensando que si algo es capaz de hacer humedecer la piel, no se deben poner barreras. Así siempre podré estar lo más cerca posible del centro de la tormenta.